Hermandad "El Baratillo"

Meditación y contemplación de la Cruz

“Victoria, tú reinarás, oh Cruz, tú nos salvarás”

La cruz forma parte de la vida del cristiano. No hay seguimiento de Jesús, sin tener en cuenta la existencia de la cruz. No podemos pretender contarnos entre los amigos del Señor apartándonos de esa cruz que nos configura con Cristo crucificado y que nos lleva a poder vivir y experimentar la resurrección con Él.

Toda la vida del cristiano es un viaje apasionante. Es el viaje hacia la libertad, hacia aquello que le hace ser y, desde lo cual, puede crecer en profundidad, en verdad, en autenticidad. Ese viaje hacia la libertad, hecho con libertad, en el que vamos viendo cómo se nos terminan cayendo tantas cosas que quieren pegarse a nuestro corazón pero que, constantemente, lo apagan porque no forman parte de su ser en plenitud. Ese viaje hacia la libertad, ese éxodo que tenemos que recorrer en nuestra vida, tiene como meta el amor, realidad central, esencial y primera del hombre, la única verdad que conforma consolida, fortalece y hace crecer al hombre en lo que es. Es el viaje que todos tenemos que hacer para comprender de verdad porqué la fe, la vida cristiana es una apuesta de totalidad por la vida en plenitud del hombre creado por un Dios absolutamente apasionado con su criatura preferida.

Este viaje de la libertad para llegar a vivir desde el amor, para no rechazar la cruz y no tener miedo a hacerla nuestra, tiene diferentes etapas.

1.- DIOS: PRINCIPIO Y FUNDAMENTO. “Y ahora así dice el Señor; el que te creó, Jacob; el que te formó, Israel: No temas que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre, eres valioso para mí y eres mío”. (Is 43)

Una primera etapa es llegar a conocer, experimentar, sentir y gustar a Dios como el principio y fundamento de nuestra vida. Todo comienza en nuestra vida contemplando cómo todo lo que soy es obra gratuita de un Dios que, amándome, me ha dado la vida, de un Dios que me ha creado para derramar en mi todos sus beneficios. Tu vida tiene un inicio claro, un comienzo en esta vida, después de un período en el que Él mismo empleó un tiempo para poder soñarte y derramar en ti toda su pasión, toda su bondad, toda su ternura, toda su ilusión y mucho más.

Te ha creado con una imagen que estaba en su corazón, la imagen que nos conduce a querer vivir desde el deseo de hacer realidad en nosotros el hombre nuevo. Él te ha rescatado, te ha mirado con ojos de misericordia, para ofrecerte, para regalarte aquello que más feliz te haga. La oferta y el regalo de Dios siempre es el más de lo que podamos desear. Todo lo que un corazón totalmente prendado del Señor es capaz de soñar para sentir la sensación y el gusto más impresionante, sintiéndome hijo de un Dios que me creó para la inmortalidad porque me creó sin ninguna intención de dejarme de amar jamás. Al principio de todo estuvo el amor, aunque no lo sienta, aunque no  lo reconozca. Antes que nada, Dios ya estaba imaginando cómo poder hacerte feliz. Dios te ama y eres tremendamente valioso para Él.

Todo esto nos lleva a descubrir en nuestra vida, un Padre que nos pide fiarnos de su amor, que nos pide crecer en la libertad de nuestra entrega, que nos pide valentía para dejarnos hacer y vivir como hombres nuevos. En estos días, saborea la paternidad de Dios en tu vida, saborea a gratuidad del amor que Dios te ha tenido. No te ha creado por obligación, no eres fruto de la casualidad, sino de su desbordante amor. Te ha creado con un proyecto, con una vocación que vivir y realizar. Lo que hay en ese proyecto es necesario para el mundo y para las personas con las que te encuentres. Por eso, eres valioso para Él, porque ha depositado en ti mucho bien para mucha gente. Tu vida depende de la respuesta que le des.

Esto nos debe ayudar a entender que hemos recibido la vida con un destino definitivo vinculado al plan de Dios. Nadie ha apostado más por cada uno de nosotros como lo ha hecho el mismo Dios. Y ahí nos lo encontramos, a lo largo de toda la escritura, haciendo lo posible y lo imposible porque nuestro corazón se volviera a Él y dejáramos de un lado los ídolos que nos esclavizan y ocultan la maravilla de una vida vivida en las manos del Padre de la misericordia, del amor que transforma. Entrar en el misterio del Padre, recuperar la verdad primera y esencial de nuestra vida, es un elemento fundamental que debemos hacer nuestro para realizar el viaje de nuestra libertad y entrar espiritualmente de lleno en este tiempo de gracia que vivimos, contemplando los misterios centrales de nuestra salvación. El misterio de Dios es un misterio de paternidad y de amor que tiene como consecuencia el querer abandonarnos en los brazos poderosos de quien podemos fiarnos.

Nuestro Dios, que te ama y para el que eres valioso, te llama por tu nombre. Dios te creó con un nombre. Tu nombre. Y esto no es un detalle poco importante. Con ese nombre, por un lado, te dice que no se desvincula de ti, que para Él eres su hijo, que has salido de sus manos y su corazón, que eres alguien que le importa y que sólo podemos vivir en estrecha unión con Él. Con ese nombre, te da la gracia de sentirte suyo. Porque eres suyo. Por otro lado, en ese nombre acoge todo lo que eres, quiere derramarse a través de lo que eres, con ese nombre te recuerda que tu crecimiento sólo está en dejarte alimentar de su voluntad, de llevar hacia delante su proyecto de salvación para los demás.

Con tu nombre, al recordarte con él que te ama y que eres valioso para Él, te da una forma de vivir muy concreta: el mandamiento del amor, que te llevará a amar a todos los hombres y, de esa manera, hacerles valiosos también delante de Dios y de los hombres. El hombre es valioso en cuanto ama, no en cuanto posee bienes. Vivir amando despierta corazones, porque despierta al hombre a su propia verdad: el amor. Formados por un Dios que ama, solo existimos en el amor, permaneciendo en el amor.

Nuestro Dios, que te ama, de cuyas manos de ternura has salido y para el que eres muy valioso, te llama para adentrarte en una historia en la que su fidelidad será la roca y la única garantía que necesitamos. Acaso una historia que comienza con un amor que nos desborda, que nos desarma, que nos sobrepasa, ¿no nos pone por delante que Dios está empeñado en conducirte a la plenitud de vida? Si algo nos hace ver este texto, es la profunda y permanente fidelidad de Dios con aquellos a los que elige. Pasen por donde pasen y vaya por donde vayan, siempre experimentarán la cercanía y la fidelidad de Dios… aunque no lo sientan o no lo vean. Porque nos ama y somos valiosos para Él.

Su fidelidad es auténtica y su amor está a prueba de sospecha. Ha hecho mucho y seguirá haciéndolo para convencernos de que sólo Él es el único receptor de todo nuestro amor, de nuestra entrega, de nuestro sacrificio, de toda nuestra vida. Quien “ha entregado a Egipto,, Etiopía y Saba como precio de rescate por ti, quien “entrega hombres a cambio de ti, pueblos a cambio de tu vida”, quien ya te ha llenado tu vida y tu corazón de razones por las que confiar en Él, sólo te pide que, de verdad, te dejes caer en sus manos. Nunca te dejará solo porque te ha creado para su gloria.

Reconocer los beneficios de Dios, la presencia de Dios en nuestra vida,  nos lleva a fortalecer nuestra fe. Dios es siempre presencia permanente en mi vida y providencia en cada jornada porque el recuerda su alianza conmigo eternamente. Lo que hace que se fortalezca nuestra identidad y condición de creyentes es, de un lado, el reconocimiento de los dones recibidos por parte de Dios y, de otro, el agradecimiento por cada uno de ellos en la entrega de la vida como única respuesta a un amor inmerecido y siempre nuevo.

Conociendo todo esto, sintiéndonos como peregrinos que recorren el viaje de la libertad, será precisamente en ésta desde donde podamos ser fuertes para hundir las raíces de nuestra vida en la roca que es Cristo. Cuanto más sepamos quien es Dios en nuestra vida y cuanto más sepamos quiénes queremos ser nosotros, más libres y más fuertes seremos  para poder seguir a Cristo crucificado que, confiado en las manos del Padre, resucita para todos los hombres. Nuestra fuerza está en la libertad, que nos sitúa en nuestras elecciones y nos conduce por el camino de la propia verdad. Con Jesús, el mismo Dios hecho hombre,  nuestro alimentos es hacer la voluntad del Padre. Es la fuerza del amor lo que no permite que muramos, es la fuerza del amor la que saca de nosotros lo más auténtico. Por eso, el que ama muere: muere a lo que le impide amar y ama lo que le ayuda a mantenerse cerca del camino del maestro.

2.- EL DRAMA DEL DESAMOR EN NUESTRA PROPIA VIDA. “Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme” (Miq 6, 3)

El pecado implica cierta enajenación, una experiencia de éxodo. No estoy como en casa propia. Me siento como si no fuera yo, incómodo. Y es que el pecado rompe el habitáculo al que el hombre está destinado:  el amor y la paz. Y le deja como desguarecido, como sintiendo el peligro del que no está protegido. Es una situación de angustia, de inestabilidad, de incomodidad interior. Ante el amor gratuito y desbordante que gustamos y experimentamos, sin embargo, también llegamos a sentir vergüenza y confusión ante la propia verdad. El amor de Dios deja al descubierto que mii respuesta muchas veces es contraria. Se me cae la falsa careta que me lleva a criticar el pecado del otro y olvidar que yo soy igual de pecador. Ver el amor sobreabundante de Dios en mi vida y ver cómo es mi respuesta, me hace sentir una compunción profunda, inicio de una conversión mucho más real.

El hombre, desde su responsabilidad, desencadena múltiples consecuencias negativas (Gn 3, 1) El libro del Génesis describe el proceso del pecado que comienza por una atracción de algo que no me hace bien, pero me dejo llevar. Es una fascinación que nos apodera, que quiero conseguir como sea pero que termina produciendo gran insatisfacción y frustración porque implica la ruptura con Dios. El pecado destruye lo más humano de nosotros que es el amor y la comunión con los hermanos.

Hablamos, por tanto, del pecado como drama del desamor. El hombre rechaza su condición creatural, rechaza a aquel de quien lo ha recibido todo. Es como un decir: “Yo sé mejor que tú lo que a mí me conviene”. Dios me humaniza y sin Él yo me convierto en la medida de todo.

Y todo por el engaño: Ser más que nadie no seduce. El impulso a ser en verdad, no tiene que ver con estar por encima de nadie sino en amar sin medida, darnos por completo, ir y salir hacia Dios. La fuerza del diablo en nuestra vida está en su capacidad de engañarnos: “El fruto era apetecible a la vista”. En la experiencia de pecado surge la frustración: “Me siento mal…”, “pensaba que…”, pero me he dado cuenta, etc. El resultado es la ruptura con Dios (me escondo, no quiero verlo porque me avergüenzo) y la ruptura con los hombres (“es que la mujer que me diste”. “es que la serpiente”) terminando culpabilizándonos unos a otros sin admitir responsabilidad personal propia.

Y por eso me siento sin vida. El viaje a la libertad me enseña a tomar las decisiones oportunas para construir mi vida. Decisiones que apunten a Dios, a lo más esencial de mi vida, a lo que realmente soy.

De vez en cuando, nos viene bien contemplar la historia de nuestro pecado, pero desde la misericordia de Dios. Contempla cómo ha sido tu respuesta al amor incondicional y fiel de Dios contigo. Si hemos conocido el amor de Dios, sentiremos en nuestro interior una sensación de infidelidad, de pesar por no haber respondido como Dios se lo merecía. Y en este punto, te invito a que contemples al crucificado. Contemplar a Jesús muerto en la cruz, al Santísimo Cristo de la Misericordia, nos invita a tomarnos en serio el precio que Jesús ha pagado por nuestro pecado. Haz un coloquio, es decir, un diálogo de amistad y de amor consecuencia de lo que sientes ante tu pecado.

En la cruz se revela el misterio del pecado y de la redención. La cruz es el juicio de Dios sobre el pecado humano que deshace nuestra humanidad, y contemplar a Jesús en la cruz pone en evidencia el horror del pecado que ha destrozado incluso al Hijo de Dios. El pecado destroza al hombre. En esto no puede haber lugar para pactos. La cruz pone en su sitio la relativización o minimización del pecado. Mi acción u omisión puede terminar crucificando a otros. Jesús en la cruz nos habla de la seriedad y de la realidad, con trágicas consecuencias, que es el pecado. Decía San Anselmo: “todavía no han considerado de cuánto peso es el pecado”. Después hay una frustración radical.

La cruz, además de revelar el drama humano del pecado, es también la revelación de la misericordia de Dios. Es antídoto contra el peligro del desaliento y la desesperación. Dios en la cruz reconcilia al mundo consigo y ahí comienza la redención. A partir de la cruz puede cambiar nuestra vida. La cruz es el asiento de la misericordia, la fuente de la salvación. La cruz nos rescata de lo que nosotros no podemos salir. El amor de Dios todo lo transforma. El pecador tiene que aprender a que el redentor bañe su existencia con su sangre y agua para renacer a una vida nueva.

La mirada se centra también del Señor a mi realidad. Miro al Señor pero me miro a mí y ahí me pregunto cómo he respondido al amor divino, a la iniciativa de la redención. Me pregunto con sinceridad lo que he hecho, lo que hago, lo que debo hacer por Cristo. ¿Qué hago por Él? ¿Qué debo hacer por Él? La promesa de un amor mayor pide avanzar y crecer.

Esta experiencia nos coloca en nuestra realidad descubriendo la misericordia de Dios en la que experimento el pecado con un dolor que sana porque brota del amor. Dolor y pena por no haber amado más y eso nos cura, nos hace bien. Un dolor profundo que brota de la experiencia de la misericordia por no haber respondido al Señor. El dolor viene de la experiencia del amor de Dios. ¡Cuánto me ama Dios y qué cicatero soy yo! A Pedro le parte el corazón la mirada de Jesús que le devuelve la ternura con la que siempre le miró. Sin reproche, Jesús le mira con amor y le tumba. Pedro se siente desbordado por el amor sobreabundante y permanente de Dios que no es como el nuestro.

La compunción es ese dolor que nos lleva a cambiar desde la contemplación en la propia vida del amor fiel y misericordioso de Dios. Es un dolor que no hunde, sin que nos pone en camino de conversión. El amor de Dios me sana y me cura. Sólo la experiencia de este amor grande fortalece el deseo de la conversión. Y ésta es vivir cada día abierto a la intervención de Dios en nuestra vida sabiendo que nada hay como aquello que espere de Dios. La conversión es, al final, cómo respondo con amor al amor que Dios me tiene. Es caminar hacia ese hombre nuevo que está en nosotros y que el pecado oculta. El protagonista de tu vida no es el pecado sino el Dios fiel que te busca para amarte, sanarte y curarte.

La experiencia espiritual de la Semana Santa, como momento fundamental de nuestro viaje a la libertad, es el momento de profundizar en mi relación con el Señor y revisar todo esto. ¿Es mi respuesta una respuesta de amor permanente a Dios? Y contemplar realmente las consecuencias, en mi propia vida, cuando no hay amor de verdad. Y si somos justos con nosotros mismos, sabemos que no nos queda más que amar en todos los instantes de nuestra vida porque de Dios sólo, siempre y únicamente, recibimos amor.

El desamor es un drama para quien ha sido creado para vivir en comunión de amor con quien es la Vida, porque eso me rompe, me falsea, me destruye. En todo esto es fundamental la respuesta del Señor al mal espíritu en el desierto: Sólo mirando a Dios, sabiéndome vivo en cuanto que permanezco en su amor y no apartando mi mirada de Él, es como puedo ser fuerte ante las invitaciones o tentaciones del enemigo que, muchas veces, es el que nos dice que para qué luchar si soy como soy y no podré salir de donde estoy. ¿Quién tiene más peso en mí, Dios o el diablo? Jesús sale vencedor porque no deja engañar, porque sabe quién es, porque no permite que nadie quiebre su identidad más profunda y porque quiere seguir siendo según los planes del Padre, donde descansa porque realmente nos dan la vida.

Al contemplar nuestro propio pecado contemplamos la desbordante misericordia de Dios. Un Dios que no nos deja caer, que no nos deja condenarnos a vivir de cualquier manera. Dios regenera, rehace, renueva y la respuesta sólo puede ser… ¡me voy detrás de ti, Señor!

3.- QUIERO SEGUIR SIEMPR AL SEÑOR

“El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con la cruz y me siga”. (Mc 8, 34-38)

Por eso, si algo podemos volver a rescatar en este tiempo de gracia, de verdad, de deseo de ordenar la propia vida, es el convencimiento de que sólo desde Dios vivo y para Él quiero que sea mi existencia. Negarse a uno mismo implica reconocer de verdad que la vida no viene de lo que yo quiero, que el hombre no se alimenta de sí mismo, de sus deseos o apetencias, sino de Otro con mayúsculas y de la vida que mismo es y da. Esta invitación de Jesús es una invitación a dar verdad a lo que somos y a no recorrer caminos que no nos llevan a ningún lado. Tras experimentar quién es Dios en mi vida, gustar su amor, su misericordia y cómo su respuesta es siempre de esperanza ante mi tentación de pensar que nada puedo hacer ante el pecado, no sólo deseo profundamente seguir a quien me ha conquistado, sino además profundizar en la relación con Jesús que se convierte en el centro y en la referencia fundamental de mii vida.

“Conocimiento interno del Señor que por mí se ha hecho hombre para que más le ame y le siga”, es la gracia que se pide en la segunda semana de los EE de S. Ignacio. Conocerlo más, como necesidad esencial de mi vida, para amarlo más y mejor, y seguirle tal y como es, no como a mí me gustaría que fuese. Así, contemplamos cómo toda su vida pública es la manifestación concreta de la vida de alguien que ha apostado por el hombre y para el cual no hay ninguna situación en la que su amor no venza la presencia del maligno. Jesús es la medicina para el hombre, y esa es la razón por la que tantos abandonaron una vida mediocre y encontraron en despojarse de si la mayor libertad para llegar a ser de verdad.

Y vivir esto es querer ponerse en posición de seguimiento de Jesús, de dejar que vaya delante de mí, de querer configurar mi vida con Él, sabiendo que Jesús revela al hombre la auténtica manera de ser hombre. Ir detrás de Jesús es andar el camino de la verdad, de la libertad, del crecimiento de mi vida. Y en Jesús, toda su vida es despojamiento, desprendimiento de sí. Siendo de condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios ello y se hizo uno de nosotros hasta hacerse esclavo y morir en la cruz. Esto sólo lo hace posible el amor.

Hablar de cruz implica hablar de amor, de amor fiel, entrañable, incondicional. De amor infinito y generoso, de amor que no busca reconocimiento ni respuesta, porque “si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Es el amor que lleva a decir al Rey que tiene su trono en la cruz: “Padre perdónalos a todos, porque no saben lo que hacen”. En este momento, os invito a tener en la retina del corazón toda la peregrinación que constituye la vida pública de Jesús.  Peregrinación de misericordia, de fidelidad, de esperanza, de ternura, de muerte a sí mismo, de cercanía, de vidas renovadas, ilusionadas y transformadas, de oración confiada y permanente. Contemplar a Jesús en su vida pública es contemplar el amor más maravilloso desplegado que levanta corazones y nos hace entender lo ambicioso que es el Señor con nosotros en su deseo de hacernos felices de verdad.

El que quiera seguirme que no se busque a sí mismo, que adopte la posición del que quiere tomar la cruz, sabiendo que ello implica la mayor opción de libertad para vivir configurado con ese mismo amor que llevó a Jesús a la muerte. Jesús es claro con nosotros desde el principio y no oculta lo que tiene que vivir quien quiera seguirle. Su seguimiento no es un seguimiento de cara a la galería o de relumbrón, o para buscar puestos o reconocimientos. Es el seguimiento del que no busca ser más que su maestro y encuentra en la cruz la forma de aprender a ser más fiel, a amar mucho más y mejor, a confiar en medio de la dificultad. Ser seguidor de Jesús es tomar la cruz, es abrazar la cruz de los pobres, los desesperanzados, los enfermos, los que viven sin norte, los que lo han perdido todo.

Y así: “El que me sigue no camina en las tinieblas sino que tendrá la luz de la vida”. La luz que brota de retirar la mirada de mí mismo y ponerla en el otro. Vivir al estilo de Jesús es encontrar la vida del corazón creado para vivir en Él, que es lo mismo que decir con, por y como Él.

 4.- LA CRUZ, SALVACIÓN PARA QUIEN SIGUE A JESÚS. “Cuando yo sea levantado sobre la tierra atraeré a todo hacia mí”. (jn 12, 32)

Toda la vida de Jesús fue un continuo y progresivo despojo de sí mismo. Nada de lo que fuera o tuviera podía ponerse por encima de su misión y su identidad. Cuanto más centrado estaba en este punto, más desinstalado de sí mismo y de todo lo demás vivía. Un constante morir, para encontrar en esa muerte la forma de vida. Una existencia pascual, con un punto culminante en la entrega de la vida en la cruz. Y todo eso por cada uno de nosotros. Todo eso por ti.

Hasta llegar a la cruz, Jesús deja como enseñanzas algunos de los episodios que nos muestran lo esencial para quien quiera ser su seguidor. En el lavatorio de los pies, Jesús sorprende a los discípulos, una vez más, poniéndose a los pies de cada uno. Jesús comunica la suerte que les espera y los apóstoles entran en una especia de silencio distante. No queremos problemas, no miramos a la realidad como es. No preguntan, cambian de tema. A partir de aquí, Jesús sentirá la soledad porque no puede llegar a los apóstoles que siguen pensando en un seguimiento a su manera. Se abre un abismo de incomunicación. Jesús tiene necesidad de compartir y ve que ellos se van retirando. Los apóstoles sienten la tragedia cercana y se distancian. Jesús intenta salvar esa diferencia que, sin embargo, se hará cada vez más grande a lo largo de la noche. Jesús trata de romper con el gesto del lavatorio el muro y ayudarles a entender lo que ha sido su vida y lo que le queda hasta la cruz.

Jesús los amó hasta el extremo. Jesús lleva a plenitud el amor vivido. El término de un amor que no se echa atrás ante las dificultades y un amor que se da enteramente, se vacía, es decir, en Jesús contemplamos ese amor que ya no puede amar más.

Este gesto es el icono del descenso de Jesús en su vida terrena. Lavar era el oficio de un siervo, de un esclavo. Jesús quiere llamar la atención con este gesto muy pensado para decir a sus discípulos lo que debe ser su propia vida. Una vida de descenso, de abajamiento, de entrega por amor. ¿Qué la pasaría por la cabe a los discípulos cuando contemplan a Jesús a sus pies? ¿Y a ti? Jesús siendo el Señor se hace el siervo, el esclavo de todos.

Después de la cena, se inicia el camino de Jesús con sus discípulos hacia Getsemaní.

Pedro, Santiago y Juan son testigos privilegiados de los momentos más densos de la vida de Jesús. Él los quiere preparar para este momento tan impresionante, en el extremo del dolor. Ellos son los compañeros del Señor, que ora en soledad porque necesita ser consolado en su corazón humano. En el momento del dolor necesitamos de compañía adecuada, necesitamos de una presencia de calidad. El Señor la quiso, pero no la tuvo. El Señor tuvo a los apóstoles dormidos. Gran contraste entre su dolor y soledad y el sueño de ellos. El Espíritu es valiente pero la carne quebradiza. El que mira a Dios permanece de pie, el que no entra por lo que Dios le indica, el que se mira a sí mismo, se pierde, se quiebra. Hay que orar para resistir la tentación.

Jesús se dirige a su Padre: ¡Abbá! Es el único momento en el que Él la utiliza. Una palabra propia de los niños. Le pide retirar la copa de la ira, de la violencia, del odio, pero vuelve a afirmar su deseo de hacer la voluntad del Padre porque ahí está su misión y su propia identidad. Y Jesús la reafirma con entereza.

Jesús vuelve a los apóstoles, les invita a levantarse y caminar hacia los que vienen. ¡Levantaos, vamos! ¡Basta!, la muerte aceptada voluntariamente. Es un gesto de imperio, de libertad, de elección del Señor en el que se ve la correspondencia entre su vida y su final. De entrega. Yo doy la vida, nadie me la quita. Yo la entrego.

Y queda preso. Tenemos que contemplar lo que Cristo en su humanidad padece. Jesús se hace juguete del poder del mundo y pierde su autonomía, siendo llevado de un sitio a otro a empujones y al antojo de sus verdugos. Contemplemos las manos atadas de Jesús, ¿qué han hecho esas manos? Bendecir, levantar, abrazar… son tratadas como las manos de un malhechor.

Abandonándolo todos, huyeron. Todos se van. La pasión tiene una forma aguda de soledad. Se rompe así la comunidad de vida, de amor y de misión. María desde lejos es, sin embargo, la figura del que no se separa de Jesús (figura de la Iglesia que no se separa de Jesús)

El juicio al que Jesús se somete no tiene ninguna garantía. Se lleva a cabo sin intención de buscar la verdad y con una sentencia ya dictada. Sus enemigos quieren quitárselo de en medio. Pero sus amigos también lo niegan. Dice el evangelio de San Marcos que Pedro le sigue a distancia, de manera vergonzante, indigna, con miedo y sin dejarse descubrir. Con curiosidad, pero con vergüenza y miedo.

Pedro es el brabucón que se arruga ante una criada. Es descubierto por su acento. Tres veces responde con violencia que no tiene nada que ver con Jesús. Pedro pierde el control y fuerza su mentira con palabrotas y juramentos. La negación es el pecado contra la misión que había recibido de confirmar en la fe a los hermanos y en el momento más importante de su vida dice que no conoce a Jesús. Su llanto brotará de muy dentro. A Pedro le rompe la mirada de amor de Jesús que le atraviesa por completo el corazón. Una mirada a distancia y sin palabras y Pedro vuelve en sí (cuántas veces necesitamos esta mirada nosotros para volver en sí y volvernos a poner en nuestro sitio) y rompe a llorar amargamente reconociendo con dolor su pecado.

Nuestro viaje hacia la libertad auténtica pasa por la cruz. En esta contemplación de su pasión y muerte en la cruz, nuestro deseo es estar con Jesús, enjugar su rostro y perdernos en su corazón abierto. Jesús es llevado por la vía dolorosa hacia el Gólgota. Jesús es crucificado en un lugar donde pueda ser visto por los viandantes, para dar ejemplo, para retener a quien tuviera la intención de hacer lo mismo que Jesús. Esto añadía más ignominia a todo. Muere como un maldito.

Os invito a acompañar a Jesús en este último tramo del camino desde una petición que nos identifica plenamente con lo que está ocurriendo. Pediremos: Dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí. La contemplación de la Pasión es participar de los sentimientos del corazón de Cristo que va a la pasión por mí. Nosotros estamos implicados en todo esto que contemplamos. ¡Todo esto es por mí!

Los soldados echan mano de uno que venía de trabajar. De Simón de Cirene no se sabe si después fue verdadero seguidor de Jesús. Pasa de ser forzado a querer llevar ese madero con alegría. Contemplamos una vía dolorosa a mediodía, con el mercado lleno de gente y mucho movimiento en la ciudad. Algunos se pararían por curiosidad, otros pasarían indiferentes ante lo que ocurría, otros alegres con lo que veían, otros sufriendo profundamente…

Contempla esa escena en la que Simón carga con la cruz y pregúntale ¿quieres cargar tú libremente con amor con el leño verde de la vida? La cruz aceptada con amor trae vida, y la rechazada envilece y aplasta. Cómo nos coloquemos ante la cruz es muy importante. El Señor hoy nos ofrece acompañarle. La contemplación de la cruz es muy comprometedora, porque nos sitúa a cada uno en nuestro lugar. Conociendo que todo esto que contemplo es por mí, ¿qué sentimientos provoca? ¿a qué me invita? ¿Qué debe cambiar en mi vida?

La crucifixión. Mc 15, 22,25.

Cuando yo sea levantado sobre la tierra atraeré a todo hacia mí  (Jn 12, 32; 3,14) No ha habido en el mundo fascinación más poderosa que la ejercida por este bendito signo de amor y de vida para todos. Con clavos atan las manos y los pies a la cruz. Muchísimo dolor el de Jesús. Su cuerpo es levantado con poleas.

La contemplación de este acontecimiento nos lleva a clavar los ojos en el signo del amor y de la victoria. Hemos sido picados por la serpiente del egoísmo, del pasteleo, de la infidelidad, y mirar al crucificado nos curará. ¿Qué tiene la cruz que ha robado tantos corazones? Como en el caso del centurión, que dice: “Realmente, este hombre era el Hijo de Dios”. ¿Qué tiene ese misterio de la cruz que no podemos apartarnos de él? Hay algo atractivo en este amor humillado. Jesús es fuente de amor y de vida y nos es imposible poder apartar nuestra mirada de Él-

En la cruz, Jesús es despojado de todo. Mc 15, 24-32.

La cruz es el despojo progresivo de todo lo que el Señor tiene. De sus vestidos (Sal 22), como despojo total del Señor. La desnudez es humillante para los judíos. Muere así despojado de dignidad (Is 53,12), de salud. Se le quitan sus pertenencias (vestidos) y al fin entregará la vida. Muere despojado de todo reconocimiento: insultado por los viandantes, rodeado de insultos y desprecios. Al final muere despojado entregándolo todo: hasta la propia vida.

 María al pie de la cruz.

Jesús no muere en completa soledad, porque su madre y las demás mujeres lo acompañan. En el evangelio según S. Lucas, podemos ver la conversión del buen ladrón por el amor radical de quien lo contempla con ojos humildes. La cruz sana y cura. En el evangelio según S. Marcos todos le insultan. Muere entre un coro de insultos y la indiferencia de los que pasan por ahí camino de otros lugares. La muerte de Jesús es alegría para muchos y no es noticia para algunos. ¿Qué sentimientos provoca en ti esta escena?

María y las mujeres son la imagen de la Iglesia que acompaña a Jesús. María es la imagen y la figura de la fidelidad. Es cabeza de la Iglesia que nace. Ella abre la peregrinación que se acerca con confianza a la cruz. Mientras los demás han huido, María se acerca y se clava al pie de la cruz. Nos enseña a no huir ante el peligro. María engendra la fidelidad propia del amor. María ha sabido permanecer en segundo plano mientras su hijo tiene que instruir a quienes tendrán que predicar la Buena Noticia. Pero la madre nunca le ha perdido de vista, porque quien tiene dentro a Jesús nunca puede olvidarse de Él. Y María no sólo lo ha tenido dentro, sino que sabe que no hay vida sin que vivamos en comunión con Él. Cuando todos huyen, la madre aparece. María no enseña a permanecer en la dificultad, pero también nos enseña que podemos siempre contar con Ella.

Por eso, Jesús nos regala a su madre. el amor más grande que Él tiene, que es lo mejor que tiene. Él no se guarda nada. Todavía tiene para nosotros en la cruz alguien que no puede faltar en nuestro camino de seguimiento hacia él. Ella es su discípula por excelencia que cumple siempre la voluntad de Dios. Será la madre buena que acompañe a los hijos de Jesús, que nos recuerde que lo importante es vivir en él y que nuestra fuerza sólo está en Él. Recibamos de María la lección de la fidelidad para vivir siempre desde Jesús.

En estos días, que nos invitan a renovar nuestro deseo de buscar en todo al Señor, deja que Ella re reciba como Hijo, y recíbela tú como verdadera madre. Deja que su Piedad y Caridad te acerquen mucho más a Él y te transformen en hombre nuevo para un mundo hambriento de esperanza.

En la cruz, contemplamos la oración de Jesús.

Es muy esencial. Recita el Sal 22: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15,34) con el que manifiesta su entrega confiada en medo e este trance. En Jesús, no se quiebra la confianza porque siempre descansa en el amor del Padre. Jesús acepta el cáliz que bebe hasta el final.

En el evangelio de S. Lucas recita el Sal 31: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46): para expresar su absoluto abandono en las manos del Padre. Al Hijo se le oculta la presencia del Padre pero no su saber que Él está siempre. Puede experimentar el silencio de Dios pero sabe que Él nunca le abandona. En la cruz, en la dificultad, en la oscuridad, con su oración, Jesús nos invita a permanecer siempre con nuestra mirada puesta en el Padre para no dejarnos vencer por el desaliento o la desesperanza.

En la cruz, recibimos el don de Jesús.

S. Juan nos coloca diferentes contemplaciones que nos dejan los ojos clavados en Jesús. Propone el costado abierto de Jesús, para hablarnos del vaciamiento de un amor que todo lo entrega a la Iglesia y a la humanidad. En esa agua y esa sangre, los sacramentos de la Iglesia para la vida de todos. El corazón abierto de Jesús nos abre la puerta a un corazón que se ha vaciado. Jesús nos ha entregado todo lo que tiene y, desde entonces, ese corazón que nos ha amado con la inmensidad de Dios a los hombres, nos cobija, nos aloja de tal forma que nada nos podrá arrancar de ese asiento.

La muerte de Jesús es la exhalación del Espíritu.

El ruah es el principio de la vida, pero esta exhalación significa la comunicación del Espíritu de Jesús, del amor. Jesús muere para engendrarnos a la vida y su muerte es un comienzo, una victoria, una puerta a la vida. Nos entrega su espíritu de amor y fortaleza que nos sostiene, incluso, en el momento de la muerte. Jesús nos entrega su espíritu y su vida y, con ello, todo renace.

En la cruz, la nueva vida comienza.

El crucificado es objeto perenne de amor y compasión. Poco a poco, aparece una nueva vida que no se puede ocultar. El velo del templo se rompe. Comienza algo nuevo, surge una vida a lo grande que es vivir del amor de Dios.

Y aparece lo que los profetas contemplan en los momentos difíciles de Israel: un pueblo inmenso surgido de todos los rincones. En este momento, se caen todos los títulos que no sean Jesús y nuestro vínculo con Él. Sólo nos salva Él y nuestra confianza en Él. Como el centurión decimos: “Verdaderamente es el Hijo de Dios”. El crucificado es objeto de admiración grande. Lo que ha sido fuente de rechazo, un hecho banal, se convierte en signo de amor y de esperanza. Por Él, mártires y muchas personas perderán su vida para ganarla en Él.

Lo viejo ha pasado. Y nuestros viaje a la libertad de la vida auténtica, ha concluido no en la muerte, sino en la Resurrección. La libertad del discípulo de Jesús es aquella que nos lleva a entender que nuestra vida brota de verdad, y con más fuerza que nunca, cuando estamos dispuestos a recorrer su mismo camino, que es el camino del amor que se muestra disponible a perderlo todo menos lo que le hace permanecer en el amor. La cruz sólo podemos contemplarla desde el amor y la fidelidad de Dios. No perder la libertad de amar y servir es lo que nos constituye en nuestra identidad de discípulos, y quien vive de esta manera es quien ha encontrado la vida para siempre.

N.H. Rvdo. Sr. D. Andrés Ybarra Satrústegui

Director Espiritual

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