Hermandad "El Baratillo"

Sábado Santo: Oración y reflexión

Querido Hermano:

Para la oración y reflexión de este día, te propongo dos textos diferentes. Puedes detenerte en uno sólo o en los dos, como creas conveniente. El primero es el que se contiene en el libro de la Liturgia de las Horas, que rezamos cada día los sacerdotes y religiosos. El segundo, es una meditación acerca de este día, Sábado Santo, que estamos viviendo hoy. El Sábado Santo es un día de silencio, de contemplación, de esperanza. El Sábado Santo es la jornada de tránsito que nos conduce de lo acaecido en el Calvario a lo que cambia la vida del ser humano sobre esta tierra: el anuncio de Cristo vencedor del pecado y de la muerte.

Por eso, se entienden perfectamente las palabras de Benedicto XVI, entonces Card. Ratzinger: “esto es el sábado santo: el día del ocultamiento de Dios, el día de esa inmensa paradoja que expresamos en el credo con las palabras “descendió a los infiernos”, descendió al misterio de la muerte (…) El Misterio más oscuro de la fe es, simultáneamente, la señal más brillante de una esperanza sin fronteras. Todavía más: a través del silencio mortal del sábado santo, pudieron comprender los discípulos quién era Jesús realmente y qué significaban verdaderamente su mensaje. Dios debió morir por ellos para poder vivir de verdad ellos”.

Primer Texto:

De una antigua Homilía sobre el santo y grandioso Sábado

(PG43, 439. 451. 462-463)

EL DESCENSO DEL SEÑOR A LA REGIÓN DE LOS MUERTOS

¿Qué es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey está durmiendo; la tierra está temerosa y no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde hace siglos. El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a la región de los muertos.

En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a la oveja perdida. Quiere visitar a los que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras de la muerte; Dios y su Hijo van a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él.

El Señor hace su entrada donde están ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: “Mi Señor está con todos vosotros”. Y responde Cristo a Adán: “y con tu espíritu”. Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: “Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo.

Yo soy tu Dios, que por ti me hice hijo tuyo, por ti y por todos estos que habían de nacer de ti; digo, ahora, y ordeno a todos los que estaban en cadenas: “Salid”, y a los que estaban en tinieblas: “Sed iluminados”, y a los que estaban adormilados: “Levantaos”.

Yo te lo mando: Despierta, tú que duermes; porque yo no te he creado para que estuvieras preso en la región de los muertos. Levántate de entre los muertos; yo soy la vida de los que han muerto. Levántate, obra de mis manos; levántate, mi efigie, tú que has sido creado a imagen mía. Levántate, salgamos de aquí; porque tú en mi y yo en ti somos una sola cosa.

Por ti, yo, tu Dios, me he hecho hijo tuyo; por ti, siendo Señor, asumí tu misma apariencia de esclavo; por ti, yo, que estoy encima de los cielos, vine a la tierra, y aun bajo tierra; por ti, hombre, vine a ser como hombre sin fuerzas, abandonado entre los muertos; por ti, que fuiste expulsado del huerto paradisíaco, fui entregado a los judíos en un huerto y sepultado en un huerto.

Mira los salivazos de mi rostro, que recibí, por ti, para restituirte el primitivo aliento de vida que inspiré en tu rostro. Mira las bofetadas de mis mejillas, que soporté para reformar a imagen mía tu aspecto deteriorado. Mira los azotes de mi espalda, que recibí para quitarte de la espalda el peso de tus pecados. Mira mis manos, fuertemente sujetas con clavos en el árbol de la cruz, por ti, que en otro tiempo extendiste funestamente una de tus manos hacia el árbol prohibido.

Levántate, vayámonos de aquí. El enemigo te hizo salir del paraíso; yo, en cambio, te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celestial. Te prohibí comer del simbólico árbol de la vida; mas he aquí que yo, que soy la vida, estoy unido a ti. Puse a los ángeles a tu servicio, para que te guardaran; ahora hago que te adoren en calidad de Dios.

Tienes preparado un trono de querubines, están dispuestos los mensajeros. construido el tálamo, preparado el banquete, adornados los eternos tabernáculos y mansiones, a tu disposición el tesoro de todos los bienes, y preparado desde toda la eternidad el reino de los cielos”.

Segundo Texto:

SÁBADO SANTO. PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR

La sepultura del cuerpo de Jesús.

I.- Señales que siguieron a la muerte de Nuestro Señor. La lanzada. El descendimiento.

II.- Preparación para la sepultura. Valentía y generosidad de Nicodemo y José de Arimatea.

III.- Los Apóstoles junto a la Virgen.

I.- Después de tres horas de agonía Jesús ha muerto. Los evangelistas narran que el cielo se oscureció mientras el Señor estuvo pendiente de la cruz, y ocurrieron sucesos extraordinarios, pues era el Hijo de Dios quien moría. El velo del templo se rasgó de arriba abajo, significando que, con la muerte de Cristo, había caducado el culto de la Antigua Alianza; ahora, el culto agradable a Dios se tributa a través de la Humanidad de Cristo, que es Sacerdote y Víctima.

La tarde del viernes avanzaba y era necesario retirar los cuerpos; no podían quedar allí el sábado. Antes que luciera la primera estrella en el firmamento, debían estar enterrados. Como era la Parasceve (el día de la preparación de la Pascua), para que no quedaran los cuerpos en la cruz, pues aquel sábado era un día grande, los judíos rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los quitasen. Este envió unos soldados que quebraron las piernas de los ladrones, para que murieran más rápidamente. Jesús ya estaba muerto, pero uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y agua.

Este suceso, además del hecho histórico que presenció San Juan, tiene un profundo significado. San Agustín y la tradición cristiana ven brotar los sacramentos y la misma Iglesia del costado abierto de Jesús: “Allí se abría la puerta de la vida, de donde manaron los sacramentos de la Iglesia, sin los cuales no se entra en la verdadera vida…” . La Iglesia “crece visiblemente por el poder de Dios. Su comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado”. La muerte de Cristo significó la vida sobrenatural que recibimos a través de la Iglesia.

Esta herida, que llega al corazón y lo traspasa, es una herida de superabundancia de amor que se añade a las otras. Es una manera de expresarlo que ninguna palabra puede ya decir. María comprende y sufre, como Corredentora. Su Hijo ya no la pudo sentir, Ella sí. Y así se acaba de cumplir hasta el fina la profecía de Simeón: una espada traspasará tu alma.

Bajaron a Cristo de la cruz con cariño y veneración, y lo depositaron con todo cuidado en brazos de su Madre. Aunque su Cuerpo es una pura llaga, su rostro está sereno y lleno de majestad. Miremos despacio y con piedad a Jesús, como le miraría la Virgen Santísima. No sólo nos ha rescatado del pecado y de la muerte, sino que nos ha enseñado a cumplir la voluntad de Dios por encima de todos los planes propios, a vivir desprendidos de todo, a saber perdonar cuando el que ofende ni siquiera se arrepiente, a saber disculpar a los demás, a ser apóstoles hasta el momento de la muerte, a sufrir sin quejas estériles, a querer a los hombres aunque se esté padeciendo por culpa de ellos… “No estorbes la obra del Paráclito: únete a Cristo, para purificarte, y siente, con Él, los insultos, y los salivazos, y los bofetones… y las espinas, y el peso de la muerte…, y los hierros rompiendo tu carne, y las ansias de una muerte en desamparo…”.

“Y métete en el costado abierto de Nuestro Señor hasta hallar cobijo seguro en su llagado Corazón”. Allí encontraremos la paz. Dice San Buenaventura, hablando de ese vivir místicamente dentro de las llagas de Cristo: “¡Oh, qué buena cosa es estar con Jesucristo crucificado! Quiero hacer en Él tres moredas: una, en los pies; otra, en las manos, y otra perpetua en su precioso costado. Aquí quiero sosegar y descansar, y dormir y orar. Aquí hablaré a su corazón y me ha de conceder todo cuanto le pidiera. ¡Oh, muy amables llagas de nuestro piadoso Redentor! (…) En ellas vivo, y de sus manjares me sustento”.

Miramos a Jesús despacio y, en la intimidad de nuestro corazón, le decimos: ¡Oh buen Jesús!, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme. Nos permitas que me aparte de Ti. Del maligno, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame. Y mándame ir a Ti, para que con tus Santos te alabe. Por los siglos de los siglos”.

II.- José de Arimatea, discípulo de Jesús, hombre rico, influyente en el Sanedrín, que ha permanecido en el anonimato cuando el Señor es aclamado por toda Palestina, se presenta a Pilato para hacerse cargo del Cuerpo del Señor. Se dispone a pedirle “la más grande demanda que jamás se ha hecho: el Cuerpo de Jesús. el Hijo de Dios, el tesoro de la Iglesia, su riqueza, su enseñanza y ejemplo, su consuelo, el Pan con que debía alimentarse hasta la vida eterna. José, en aquel momento, representaba con su petición el deseo de todos los hombres, de toda la Iglesia, que necesitaba de Él para mantenerse viva eternamente”.

También, en estos momentos de desconcierto, cuando los discípulos, excepto Juan, han huido, hace su aparición otro discípulo de gran relieve social, que tampoco ha estado presente en las horas de triunfo. Llegó Nicodemo, el mismo que había venido a Él de noche, trayendo una mezcla de mirra y áloe, como de cien libras. ¡Cómo agradecería la Virgen la ayuda de estos dos hombres: su generosidad, su valentía, su piedad! ¡Cómo se lo agradecemos también nosotros!

El pequeño grupo que, junto a la Virgen y a las mujeres de las que hace especial mención el Evangelio, se hicieron cargo de dar sepultura al Cuerpo de Jesús, tienen poco tiempo a causa de la fiesta del día siguiente, que comenzaba al atardecer de ese día. Lavaron el Cuerpo con extremada piedad, lo perfumaron (la cantidad de perfumes que trajo Nicodemo era muy grande: como cien libras), lo envolvieron en un lienzo nuevo que compró José y lo depositaron en un sepulcro excavado en la roca, que era del propio José y que no había utilizado para ningún otro cuerpo. Cubrieron su cabeza con un sudario.

¡Cómo envidiamos a José de Arimatea y a Nicodemo! ¡Cómo nos gustaría haber estado presentes para cuidar con inmensa piedad del Cuerpo del Señor!: “Yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor…, lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones…, lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí Señor, descansad! “Cuando todo el mundo os abandone y desprecie…, servían! os serviré, Señor”.

No debemos olvidar un solo día que, en nuestros sagrarios, está Jesús, ¡vivo!, pero tan indefenso como en la Cruz, o como después en el Sepulcro. Cristo se entrega a su Iglesia y a cada cristiano para que el fuego de nuestro amor lo cuide y lo atienda lo mejor que podamos, y para que nuestra vida limpia lo envuelva como aquel lienzo que compró José. Pero además de esas manifestaciones de nuestro amor, deber haber otras que quizás exijan de nuestro dinero, de nuestro tiempo, de nuestro esfuerzo: José de Arimatea y Nicodemo no escatimaron esas otras muestras de amor.

III.- El Cuerpo de Jesús yacía en el sepulcro. El mundo ha quedado a oscuras. María era la única luz encendida sobre la tierra. “La Madre del Señor -mi Madre- y las mujeres que han seguido al Maestro desde Galilea. después de observar todo atentamente, se marchan también”. Cae la noche.

“Ahora ha pasado todo. Se ha cumplido la obra de nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios, porque Jesús ha muerto por nosotros y su muerte nos ha rescatado. “Empti enim estis preti magno! (1 Cor 6, 20). tú y yo hemos sido comprados a gran precio”.

“Hemos de hacer nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas”.

“Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él”. No sabemos dónde estaban los Apóstoles aquella tarde, mientras dan sepultura al Cuerpo de Señor. Andarían perdidos, desorientados y confuso, sin rumbo fijo, llenos de tristeza.

Si el domingo ya se les ve de nuevo unidos es porque el sábado, quizá la misma tarde del viernes, han acudido a la Virgen. Ella protegió con su fe, su esperanza y su amor a esta naciente Iglesia, débil y asustada. Así nació la Iglesia: al abrigo de nuestra Madre. Ya desde el principio fue Consoladora de los afligidos, de quienes estaban en apuros. Este sábado, en el que todos cumplieron el descanso festivo según manda la ley, no fue para Nuestra Señora un día triste: su Hijo ha dejado de sufrir. Ella aguarda serenamente el momento de la Resurrección; por eso, no acompañará a las santas mujeres a embalsamar el Cuerpo muerto de Jesús.

Siempre, pero de modo particular si alguna vez hemos dejado a Cristo y nos encontramos desorientados y perdidos por haber abandonado el sacrificio y la Cruz como los Apóstoles, debemos acudir enseguida a esa luz continuamente encendida en nuestra vida que es la Virgen Santísima. Ella nos devolverá la esperanza. “Nuestra Señora es descanso para los que trabajan, consuelo de los que lloran, medicina para los enfermos, puerto para los que maltrata la tempestad, perdón para los pecadores, dulce alivio de los tristes, socorro de los que la imploran”. Junto a Ella nos disponemos a vivir la inmensa alegría de la Resurrección.

N.H. Rvdo Sr. D. Andrés Ybarra Satrústegui

Director Espiritual

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